El mole de sor Juana y el legado gastronómico de las monjas del virreinato

Dentro de los gruesos muros del convento de San Jerónimo se escribían sonetos y se preparaban guisos y manjares. Las cocinas de los claustros novohispanos fueron verdaderos laboratorios donde las monjas de clausura experimentaron con ingredientes y técnicas culinarias para crear manjares que han definido la cocina mexicana. Es en ese convento, en el corazón de la Ciudad de México, donde una de ellas, Juana de Asbaje y Ramírez, se encerró a las exigencias que se imponían a las mujeres —esposa fiel, madre entregada, ama de casa incansable— para encontrar el refugio que le permitiría cultivar la escritura, la pintura y la poesía. Pero también la cocina. “Hay evidencia en los escritos de Sor Juana que indica que sí cocinaba, a pesar de tener un servicio”, explica Marcela Bolaños Dávila, de la Facultad de Gastronomía de la Universidad Claustro Sor Juana. “En el Respuesta a Sor Filotea de la Cruz Sor Juana habla de la cocina en primera persona. En cartas, ensayos y poemas que escribió, la cocina estuvo presente. Enviaba cartas a los virreyes acompañadas de un dulce y preparaciones culinarias. En la celda producía su literatura y su cocina privada”, explica la académica. Escribir y cocinar sin preocupaciones mundanas.

Esta historia comienza en 1540. En ese año desembarca en la Nueva España la primera orden religiosa femenina. La ciudad iba creciendo, aunque todavía carecía de muchos servicios para hacer la vida más o menos llevadera, y estas primeras monjas necesitaban ciertas condiciones de encierro. Se enclaustraban en los primeros conventos y de allí no salían ni muertos, así que la vida transcurría entre la contemplación, el cumplimiento de los votos y la cocina. La capital del virreinato ya contaba con los monasterios de La Concepción, Santo Domingo y San Francisco, cuando en 1626 se construyó el Convento de San Jerónimo, un enorme y laberíntico edificio con gran cantidad de celdas, huertas, corrales y capillas.

En este edificio está encerrada Sor Juana, pero con muchos privilegios. Eso no parece una celda. En lugar de paredes blancas y frías, estantes repletos de libros; en lugar de cilicios, tinteros y plumas; en lugar de reclinatorios y cruces, instrumentos matemáticos y musicales. No, eso no es una celda, sino un estudio. No la nuda casa de un místico, sino la acogedora sala de trabajo de un escritor, una academia privada”, ha escrito Anita Arroyo en Razón y pasión de Sor Juana (Editorial Porrúa). La celda de dos pisos también tenía una cocina. Alejandro Soriano Vallès explica en verbo doncella (Jus) que cada monja que entraba en este convento tenía que pagar de tres a cuatro mil pesos de la época, que se usaban para sostener el convento y la manutención de la monja. Se trataba de mujeres que formaban parte de la élite adinerada y que tenían derecho a que se encerrara con ellas hasta cinco sirvientes, además de todo lo necesario para llevar una vida cómoda, a pesar del voto de pobreza.

Fragmento del retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Cabrera, ca. 1750.

Junto a Julián Santoyo García Galiano, profesor de la Universidad Anáhuac, Marcela Bolaños Dávila ha investigado cómo era la celda de Sor Juana, centrando su interés en la cocina. Los resultados de sus investigaciones fueron presentados esta semana. en un foro sobre cocina mexicana realizado en el marco de los 30 años de la Facultad de Gastronomía de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ambos académicos explican que la llamada Décima Musa disponía de un amplio salón provisto de todo lo necesario para cocinar. Existía un brasero de mampostería, donde se colocaba el carbón que se encendía fuera del local para que la celda no echara humo. También un garabato, que era una estructura colgada del techo en la que se colocaban ollas, pero también animales como conejos o gallinas, chiles o ajos. Una tina de 90 centímetros de largo por 60 centímetros de ancho estaba siempre llena de agua y servía para limpiar frutas y verduras y lavar utensilios, y también había una despensa donde la monja guardaba los condimentos, productos secos y carnes que compraban las criadas ese día. . Junto a todo esto había una variedad de ollas, ollas de cobre y calderos; cuchillos, cucharas y palas; mesas, metates, molcajetes, anafres, cántaros… “Era una cocina mestiza, con presencia prehispánica”, explica Bolaños.

De esa cocina salían delicias mexicanas como las pastillas de boca (dulces), los pescados bobo (“se llamaban así porque era fácil pescarlos”, explica Boñalos), el codiciado chocolate, los postres de nuez, los buñuelos, los postres a base de huevo, los caramelos , alfajores y, por supuesto, moles. “Cuenta la leyenda que por el Marqués de Mancera [virrey de la época] en Puebla se elaboró ​​por primera vez un mole, lo que se conoce como mole poblano. Y en la cocina de Sor Juana se crearon los primeros moles”, afirma el académico.

Encerradas en sus cocinas, estas mujeres utilizaron técnicas centenarias traídas por los españoles para preparar los ingredientes que las nuevas tierras regalaron al mundo. En las cocinas de los claustros se conjugaban en la alquimia formas de cocinar creadas por los árabes, que heredaron de estas mujeres el alambique que se utiliza para destilar el aguardiente, pero también técnicas como el escabeche, la fritura, el arte del confitado, el mazapán, etc. El uso de cítricos o cordero y chivo, explica Ingrid Millán Núñez, investigadora culinaria y docente del Instituto Gastronómico de Estudios Superiores de Querétaro. De los españoles salió el aceite de oliva, la preparación de dulces y las diversas preparaciones del cerdo, entre otras cosas. E incluso los esclavos africanos aportaron su parte con el uso de especias para marinar las vísceras, que era la carne que comían por su bajo nivel en la escala social, y así mejorar su sabor. A toda esa magia se suma la tradición prehispánica.

“La de entonces es una cocina barroca porque se integran muchos ingredientes y se vuelve cada vez más compleja. El lunar reaparece en este momento y se le añaden muchas cosas. Cuando cuentas la cantidad de ingredientes que tiene un mole, te das cuenta de que es barroco por excelencia. Un mole negro de Oaxaca tiene 31 ingredientes y seis tipos de chiles secos”, explica Millán. Además de guisos, agrega, las monjas se especializaban en elaborar dulces, que enloquecían a los habitantes de las ciudades coloniales. Como el éxito de estos manjares creció rápidamente, las monjas vieron la oportunidad de vender sus productos, lo que llevó a una sublime especialización en técnicas de pastelería. Así nació el ponche de huevo en los conventos de Puebla, una bebida hecha con muchas yemas de huevo y que requiere mucho trabajo para que no se “corten”, y endulzada con azúcar y canela. Las yemas clarisas, dulces también elaborados a base de yema de huevo, es otro de esos manjares, al igual que el pan de yema.

La variedad de propuestas culinarias que las monjas crearon o perfeccionaron en las cocinas de los conventos es tan amplia que supera el menú de cualquier restaurante de moda en La Condesa, Roma o Polanco: Bocado real, cafiroleta, camote y piña, alfeñiques, canela , quesillos de almendra, alfajores, marquesote, tortas de nuez, buñuelos, merengues, mole, quesadillas, coronas de cristo con caramelo tirado, chongos zamoranos, duraznos prensados, pollo de huerta, pollo al azafrán, pollos borrachos, michi caldo o pescado, camarones de Sor Perpetua , tórtolas en mole ranchero, pescado blanco en escabeche de Pátzcuaro, chilaquiles monjiles del estudiante rico, caldo mixto de frijol, caldo de garbanzos para la comunidad, pipián verde poblano, chiles en nogada, camote, pollo a la granada, caldo de camote… Y la lista continúa con nombres que hacen agua la boca.

“Ahí fue donde sucedió la magia”, dice Millán. “El encierro dio paso a la creatividad, porque las monjas de alguna manera tenían que aprender a vivir en paz, en armonía y de la mejor manera posible. Con el árabe, con España, con el africano trabajaron una cocina muy rica”, añade. Un ejemplo es la batata, explica: “Ahí es donde se nota el mestizaje. Sabemos que la técnica viene de España, el utensilio para prepararlo es árabe y el uso de esencias, pero usando productos locales como el camote o el mamey, las tinas, hace que sea una cocina mestiza”. Así es como se puede imaginar a una Sor Juana, quizás después de crear unos hermosos sonetos, encerrarse en la cocina con sus criadas y preparar un conejo para la cena. “Tal vez por eso nací / donde los rayos del sol / me miraban fijamente”, escribió la Décima Musa.

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By México Actualidad

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